Me encontré a tomar un café con una ex compañera de la facultad
que amé desde la primera vez que dijo “fucó” y que me amó desde la primera vez
que dije “say no more es impermeable”. Los dos tenemos formas distintas de
encontrar el amor, pero también sabemos que somos ese amor, que deberíamos
estar juntos, que siempre va a haber un momento más, un eslabón de la cadena
que se salga un poquito para hacernos espacio en el mundo berreta de los
ocultamientos, para que al final podamos amarnos. La certeza de que no va a
existir ese tiempo, esa potencialidad de cruzarnos en otras dimensiones,
siempre paralelas, siempre empujando lo posible hacia adelante, no tuvo el
efecto que yo esperaba. No, no nos precipitamos el uno sobre el otro ni bien
nos vimos. Al contrario, esa forma deletérea de histeriqueo sin fin pareció
volcarse definitivamente hacia el camino menos pensado: la elección,
consciente, definitiva e inapelable, del no. Pero no por despecho, ni orgullo,
ni mucho menos vergüenza. Es que la contemplación de lo inevitable, no tener
más tiempo para decirnos a nosotros mismos -internamente- que teníamos mucho
tiempo para amarnos, para ser los indicados cuando el momento fuera el
indicado, transformó ese sentimiento siempre inexistente en algo completamente
olvidado, superficial, un juego que ya no tenía sentido. Y sin el juego,
tampoco nosotros. Tomamos el café. Ella pidió un café con leche. Yo quise
hacerme el sofisticado y me pedí un capuccino italiano con no sé qué cosas.
Tenía canela, así que por poco no me termino pasando mi última residencia en la
tierra encerrado en el baño del bar, vomitando. Igual, un rato estuve. Cuando
salí, ella no estaba más. Me había dejado una nota escrita en una servilleta,
que decía: “Me fui a buscar a la persona con la que quiero estar estas últimas
horas que nos quedan de mundo. Sé que los dos pensamos que esto iba a ser
distinto, pero nos engañamos. Para algo sirvió esto del fin, entonces: un velo
menos para desocultar en el Leteo. Te recomiendo que hagas lo mismo, Samuel. Te
quiero”.
Salí del café, todavía mareado por la canela y un poco
extraviado por la libertad que representaba esa nota en la servilleta, ese
pulso firme luchando contra los pliegos del papel hasta vencerlos, contra todos
los males de este mundo que se termina mañana. Me di cuenta de que si nunca de
verdad la había amado, ahora la amaba y para siempre. Y era por eso que ya no
tenía la necesidad de verla, de estar con ella, de buscarla. Pensé -quizás
enturbiada mi mente por el frenesí emocional que, descompensado, levantaba y
hundía mi ánimo cada dos segundos como una montaña rusa (¿una montaña rusa?
Nunca me subí a una montaña rusa. Un sube y baja resulta menos heroico pero
mucho más acorde; cuando las cosas que uno dice no están cargadas de realidad,
hasta el más desatento lo nota y ahí, ¡chan!, fuiste, olvidate, mejor dedicate
a recrear pinturas ajenas, a pasar música en la radio, a ir por la vida
borroneando el aura de las cosas)-, pensé, digo, que quizás era esa la
verdadera cuestión del amor. Eso, la búsqueda de la certeza. Cuando la búsqueda
se detiene, cuando uno muerde la magdalena y se recupera el tiempo perdido, se
hunde en la taza de té por unos segundos y luego se la engulle a medio empapar,
casi se desintegra en la boca como uno de esos caramelos fizz que vendían en
los kioscos de los colegios y que hacían del recreo una experiencia ácida y
burbujeante, cuando esa sensación queda estanca -como una rana japonesa en una
tarde quieta-, también se estanca el amor: hasta acá llegué. El límite, la
pared de la búsqueda es su motor mismo: encontrar lo que se busca. También
pensé que lo que uno extraña es el sentimiento de estar por dar con lo más
sagrado y único de nuestra vida. Por eso -y estoy sobrio de espíritu y de
amores cuando digo esto, y nada de montaña rusa o sube y baja- siempre me
dieron ganas de escupirles un poco la cara a los que te dicen: “¡Uh, ya estás
idealizando! No idealicés, capo, que después te pensás algo que no es y te
terminás haciendo mierda”. No digo que el psicoanálisis sea innecesario ni que,
en todo caso, no sea útil en absoluto, pero sí que ha producido una cultura
uniformada, normalizada: todos pensándonos de la misma manera, mediados por las
mismas asíntotas verticales u horizontales que nunca, nunca, nunca llegan a
tocar el eje, la certeza (creo que porque no lo intentan, no les interesa;
siempre me parecieron bastante cagonas). La búsqueda es interminable, pero
eventualmente termina. Sí, las dos cosas. Como Saussure, que hablaba de la
arbitrariedad y la no arbitrariedad del signo lingüístico. Ponele.
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