martes

Un día equis

Me desperté pensando que hoy iba a cambiar el rumbo de mi vida para siempre. A los 15 minutos, mientras calentaba el agua para prepararme un café instantáneo batido (un intento de colocar en posición de eufemismo algo horriblemente químico como un café de disolución instantánea), empecé a pensar que quizás fuera un poco ambicioso eso de cambiar para siempre la dirección que venía tomando mi vida en este último tiempo. Enseguida, un viento medio fuerte hizo temblar las ventanas de la cocina y el fueguito de la hornalla tambaleó -no entendí bien por qué, si las ventanas y las puertas estaban cerradas herméticamente-. Me di cuenta de que ese “último tiempo” era, en realidad, cuestión de varios años. Tuve un escalofrío y por poco me desvanezco como la llama, pero afortunadamente el café estaba listo y la languidez eligió entonces disfrazarse buenamente de sabor a azúcar blanco y de algo negro que coloreaba el agua -sin hervir, claro- que vertí en la taza desde mi pava sarrosa.

   Se me ocurrió que era una buena idea volver a la cama. Desnudarme casi por completo, taparme con el acolchado viejo -único vínculo vivo con mi adolescencia añorada-, y dejarme llevar a donde fuera que mi mente quisiera ir. No me iba a importar demasiado el destino. Pero seguí tomando el café, de a sorbos cortitos y aburridos, y prendí la tele. Posé reconfortadamente mis ojos en la pantalla, y volví a pensar en el acolchado. ¿Cómo podía ser que, todavía hoy, miles y miles de años después de las primeras civilizaciones, tuviéramos que lidiar con inclemencias tales como el frío? La única respuesta más o menos aceptable que se me dibujó en un costado algo ajeno de mi cerebro fue que sin dudas el ser humano elegía de manera consciente y voluntaria determinadas formas de sufrimiento más o menos sofisticadas que le permitían, de vez en cuando, alternar su estabilidad física y emocional para sentirse vivo. Eso de que cambiar es renovarse, o de que renovarse es revivir, o como sea que diga el dicho. El cambio = la vida. Vomitar lo fijo, lo rígido, lo sedentario. Además de que esa hipótesis sobre el movimiento continuo tiene falencias lógicas y fisiológicas irrevocables, esa mañana me resultó especialmente trágica. Levanté un poco la cabeza, asomé la vista por un cuadradito de la ventana, y vi que todo se movía. Pensé, de nuevo, que eso del cambio era una pelotudez, o que, por lo menos, era tan carente de pasión o belleza que me daba miedo y hambre y más frío. Se me fue acumulando la rabia y tuve ganas de salir corriendo a algún lado, de encontrarme con un grupo de personas que conocieran la verdad y me acompañaran a darle su merecido al mundo. Fueron las milésimas de segundo más excitantes y conmovedoras de todo mi martes. Sin siquiera notarlo, me había terminado el café y ya estaba llevando la taza a la cocina, echándole un poco de agua para que no se endureciera la “borra” mega artificial que se adhería como una canción fea a las paredes de una cerámica que tampoco era de verdad. Por un momento me detuve, miré la taza fijamente, y casi casi la tiro contra la mesada con todas mis fuerzas. Tuve como un déja vú, pero al revés: mi cerebro pareció adelantarse a los hechos y vi -de verdad lo vi- la tacita haciéndose mierda contra la mesada, los pedacitos de pseudocerámica desperdigados por toda la cocina, y después vi cómo mi trastorno obsesivo compulsivo me obligaba a llegar tarde al trabajo por limpiar afanosa y exageradamente el piso y la culpa. Después del flashforward (?), volví al presente, sentí cómo mis dedos jugueteaban en el frío tenue de la tacita, y decidí que no tenía sentido, que mejor otro día, que sin dudas otro día empezaba la revolución rompiendo chucherías, que era inexorable, sí: otro día cambiaba todo. Hoy, mejor no. No tenía sentido llegar tarde al trabajo.

2 comentarios:

Somos 5toC dijo...

Surfeando por el basto mundo cibernético en busca de relatos cortos, termine en este blog leyendo "Un día equis". Debo decir que el relato me pareció tan real y cotidiano que por un momento sentí que tranquilamente podía ser yo la del cafecito. Supongo que me sentí identificada, porque suelo tener algunos días equis muy parecidos a los del relato; especialmente cuando me envalentono con ánimos de querer cambiar el rumbo de mi vida, o simplemente darle su merecido al mundo!!!¿Quién no lo pensó alguna vez?
Aprovecho para felicitar a su escritor y decirle que sin dudas estaré al pendiente de publicaciones futuras.
saludos

Guido Tanoni dijo...

¡Hola! Recién leo esto, che. ¡Muchas gracias por leer y comentar! Espero que sigamos en contacto. ¡Saludos!