martes

If you want to cry, cry [fragmento]

Mañana se termina el mundo. Sería fácil empezar una semana pensando eso, el carpe diem floreciendo con cada minuto que te acerca al final. Mañana, lunes, se termina el mundo. Nada de gente faltando al laburo, nada de paro de trenes, nada de publicaciones en facebook con la cara de un perrito abandonado y la leyenda “otra vez, lunes” o “LUUUNES”. Nada de empezar a planear el fin de semana de locura que te va a servir de aliciente toda la semana, persiguiendo la salchichita como los perros corredores de carreras, cima de la artificialidad televisiva, clara imagen borrosa de los años pasados (andá a saber bien cuáles). No me pidan precisiones. Entre tanta información que va y viene, que da vueltas, que aparece en los costados de todas las concentraciones posibles, que se inmiscuye entre las voces del teléfono que llaman a la puerta de tu casa, wikipedia con aplicaciones para smartphones, celebraciones publicitarias del tipo “¡Oh! ¡Mi android me avisa del estado del tiempo aunque no se lo pida!”, etcétera, digo, no me pidan informaciones precisas. Sabés que antes, cuando empezaba a plantearse la posibilidad de este mundo dado vuelta, había algunas personas que dudaban, que no creían que fuera posible llegar a esto. Otros, por el contrario, escribían ineficaces novelas realistas, describiendo una realidad que todavía no existía y que, por eso, maldita, los condenaba a la fantástica ciencia ficción maravillosa (porque, no jodamos, esas diferencias de géneros son una boludez detrás de otra; una forma de darle trabajo a los críticos, a los profesores de literatura, en fin: la lacra improductiva del área de las letras). Qué puta que es la lucha contra la moralina. “Dado vuelta”, dije. Por ahí es la inevitable costumbre de analizar las palabras como si fueran una bomba que está por explotar en cualquier momento. Como si fueran capaces de matar a alguien, construirse una flecha caligramática y arrojarse desde un arco lírico atravesando el pecho, el cuerpo ya frío, escamado, podrido de algún hombre.
Mañana se termina el mundo. Vuelvo a pensar en eso, mientras me doy cuenta de que mis ojos siguen posados en la listita lateral de gente que está, ahora, conectada al facebook. El amor de mi vida no está marcada con un puntito verde, y tampoco lo va a estar nunca. No forma parte de esa fingida sociabilidad que nos impuso la era digital, virtual, un eslabón más del “desarrollo productivo”. Tampoco caigamos en esa idea de que antes se vivía mejor, que la gente, que el contacto físico directo, que el sonido de la voz, que el tacto, el olor. Todas esas cosas se pueden ir reproduciendo, implementando (me contaron -¿o fue un anuncio en la página de hotmail?- que están por lanzar, o ya lanzaron, una aplicación para celulares con onda que te permite transmitir aromas como si fueran fotos, o letras. Se me ocurre que quizás sea un poco problemático. No sé, nuestro zeitgeist nos fue acostumbrando a una profilaxis muy específica y minuciosa, y también nos fomentó el pudor por cierto tipo de anonimatos. Pocas personas aclaran: “ah, qué hacés, te estoy whatsappeando desde el baño”), porque para eso viven, duermen, se alimentan, se reproducen y brainstormean los desarrolladores. Y además, aunque me fuercen yo nunca voy a decir que todo tiempo por pasado fue mejor, ¡mañana es mejor! Sí, mañana, aunque se termine el mundo. ¿A quién te gustaría mirar a los ojos ahora, besar, abrazar, si supieras que mañana se termina el mundo? De verdad te digo. Sí, otra vez, es inevitable que vuelva lo del carpe diem. Nunca fui muy amigo de esa forma de pensar las cosas. No sé, por ahí porque siempre me pareció que no era del todo precisa. ¿Qué sería vivir cada día como si fuera el último? Digo, o abrazar el presente, densificar gota a gota cada hora, cada minutito que pasa. Sentirse pleno con cada movimiento ínfimo e infinito que da la aguja del segundero en el reloj. Imagino que si todos viviéramos así, tendríamos que afrontar muchísimos problemas. Por un lado, si creyéramos que cada minuto es el último, si no hubiera un colchón de horas esperándonos, la euforia tomaría el control de todo. A cada momento estaríamos pendientes de hacer algo extraordinario con nuestras vidas, y eso conduciría a un inevitable caos. Pero no. No hay forma. ¿Qué digo? ¿Caos? Todo lo que se repite forma una constante, un sistema, un orden: se normaliza. Y el caos no tiene orden. Así que el caos, en cualquier caso, hubiera sido una de las alternativas más benévolas, una imposible resolución del conflicto. Lo que pasaría, en cambio, es que esa forma de vida se volvería normal. Quizás los segundos, entonces, se tornarían años. Los minutos, décadas. Las horas, siglos. No cambiaría el valor que le asignamos a nuestra temporalidad. Quizás, de hecho, haya cambiado ya cientos de veces desde la historia del hombre. Quizás el mundo ya se haya terminado antes. En fin, pensalo. Yo solamente te digo que mañana se termina el mundo. No me respondiste, además. ¿A quién?
Creía que tenía mucho más para decir. Para llenar las página en blanco que me ofrece, en un espectáculo que ya me resulta tan familiar, cualquier pantalla. Creía que tenía, por caso, algo para decir, aunque no fuera mucho. Aunque no llenara páginas. Aunque fuera un renglón partido al medio, un hemistiquio sin mitad que lo complementara. Una figura retórica vacía, un sentimiento adormecido por el paso del tiempo, como un reuma emocional. Parece uno de esos libros de Ari Paluch: reuma emocional. Alguien debería impedir que se escribieran combinaciones de palabras similares a esa. Al primero que me diga que eso es censura, por más razón etimológica que tenga, no voy a tener más opciones que borrarle la cara de un soplamoco -quizás, la expresión más gráfica, contundente, a la vez graciosa y emocionante que exista para describir una trompada-. Pienso que un día, Mark Zukerberg va a recopilar todo lo que el mundo publicó en facebook, y va a armar, patchwork mediante, la supernovela desgenerada (por favor, no hablemos moralmente) de todos los tiempos. La megaproducción archiamodiada, recontra hiper deglutida por papilas desafiantes. Yo lo haría, si fuera él. Me pongo un seudónimo (“Guido Tanoni”) y empiezo. Nada del otro mundo: copy, paste, copy, paste. La novela de la nueva era, escrita con la técnica invisible, insoslayable, inveterable de la nueva era. Copy, paste, copy paste, copy paste. Como si se repitieran, a continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a continuación, las frases siguientes. Imposible saber cuál fue la original, si es que la hubo. Imposible saber, tampoco, si yo (autor, mal que les pese a los lamecazuelas retóricos, caramelo espiritual de chiquillas engomadas, esos esperpentos nauseabundos que iban escupiéndose entre ellos la poca falta de fe que les quedaba después de la guerra. No sé de qué guerra. Siempre hay una guerra) escribí, teclita por teclita, las letras que integraban esa frase original, o todas, o ninguna.
Mañana se termina el mundo. Prometo que es la última vez que lo digo. Este prolegómeno recursivo nos está jodiendo a todos. Es algo así como tener que poner la contraseña cada vez que ingresás a tu cuenta de lo que sea. Lucio Mansilla escribió casi una novela entera basándose en disgresiones, opiniones, comentarios, y a la gente en su momento parece que le gustó mucho. Hoy en día la leen algunos alumnos torturados en colegios y estudiantes de Letras voluntarios pero, claro, la A(a)cademia dice que Rayuela es la novela que no trascendió a su época. A veces aparece alguna que otra cabeza guillotinada dando vueltas en el despacho de los ilustres comediantes que construyen y destruyen el canon artístico. Otras veces, uno puede ver, flotando como seculares colibríes, cabezas en formol que se perpetúan más de lo adecuado. De eso se trata, un poco, esta historia. ¿Qué historia? Acá no hay ninguna historia. Probablemente, ese sea el mayor de los problemas que enfrento en este momento. Tampoco sé bien para qué escribo, por otro lado, porque... bueno, ya saben, lo de mañana. Podría hablar de un ataque alienígena, o escribir una novela ambientalista para activistas de grinpis, describiendo cada uno de los daños que el hombre y sólo el hombre ha sido capaz de infligirle a nuestro amadísimo planeta jamás existente. Podría, también, escribir sobre una tercera, cuarta, quinta guerra mundial en la que todos nos peleáramos por el agua, sagrado recurso en botellitas ahora hechas de marfil, que enfrentó atómicamente a las grandes potencias en encarnizadísimas batallas 3D que terminaron de partir el núcleo enfermo del mundo. En fin, podría saltar sobre la hoja, hacerme el revolucionario posta y decir: “no, gente, se vino el día del juicio final. ¿Creyeron que era mentira? ¡Ateos de mierda, aguante Bergogl10!”. Pero no. [...]

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Qué buen relato! ¿Hay segunda parte?

Wolvie

Guido Tanoni dijo...

¡En eso estamos, Wolvie! (?) Gracias por comentar, che.

Unknown dijo...

Uuf me encanto!!