viernes

Futuro ya

Empezar un relato con una risa. Eso es novedoso, sí. Empezar un relato. Por ahí ni siquiera hace falta eso: la risa. O nada. No hace falta nada. Una risa, recortada en seco, abstraída por completo y repetida cien veces. Ahora sí puede empezarse algo. Una risa sin sonrisa, desde lejos, venidera, cansada. Desde la casa de al lado, o la otra. Desde alguna nave espacial, o desde el cerro Uritorco. Una risa tergiversable. Con mucho y poco cliché, con exceso de agudos. Así, nada más: erre i ese a. Y al rato, un chamamé intempestivo. Cinco segundos de chamamé desconado y alegre, que se extingue antes de lo que muere un alma. Eso: ráfagas de chamamé, ráfagas tiradas a mansalva. Una pavada. Pero todo esto, de día. Si fuera de noche, te quiero ver. Ahí sí que empiezan las preguntas, las dudas, el rapto irracionaloide. Dale con el repiqueteo de dientes, y el temblor de las manos. O quizás nada de eso; una quietud espeluznante, una tesura bastante arcaica. Puro boludeo. Lo sabemos todos. Y sin embargo, el rapto. Y cada crack del ropero es un fantasma, y cada vientito son cinco pesadillas. Almidonar un relato con una risa. Hacerlo caer, de un costado al otro, doblarse como la carcajada más abdominal de todas.
Te vas caminando por ahí, de repente te tropezás: risa. Ahí te sobreviene un alga, un algo. Se te mete, tontita, te penetra ferozmente. Te arremolina el pelo, la panza, los ojos (que no tienen órbita y por eso nunca se desorbitan), la antesala del recuerdo caminándote por la mano como una vaquita de san antonio. Ahí pensás que no, que no, que no se puede. Que se puede, pero que no. Que no. Mejor no, che. Ahí pensás que todo bien pero no, ¿cómo va a empezar así, boludo? Ahí escupís un poco, sentís la sangre que da vueltas alrededor de tu lengua como jugando a la ronda (imaginás unas cuántas sangrecitas pequeñas tomadas de la mano, cantando con voces agudas y pelos o cabellos fugazmente dorados), le manchás de sangre la baldosa al verdulero (que si era el carnicero, ¡bueh!) y pensás que sería una buena venganza si fuera que tu caída se hubiera debido al extremado infortunio de pisar una cáscaradeplátano, pero sabés que no fue así y que nunca es así y que ni siquiera pasa –últimamente– en las películas. Igual no le vas a pedir disculpas, no no. La risa no pudo haber venido de otro lado que de su boca. Su boca verdulera. Su boca quémásmami, berenjena. Ahora, que limpie con la boca sudorosa tu sangre, que es de un azul teñido y arrugado (como todos esos azules). Eso. Igual te acercás y le querés dar un abrazo, pero te quedás parado mirándole la cara, las rúculas, una arruga prematura. Imposible saber si su risa salió de ahí. Su cara se agota en un intento de mueca, y se diluye entre el hedor a uva abejada y el sabor de la sangre ya sudada y extenuada de tanto bailar la ronda.
Empezar una risa con un relato. Empezar. Una risa que no empieza pero está; bicho raro. Una risa que emerge desde el codo o de una uña, de un plato hondo que ya tiene poca sopa, de un tejado asturiano. Que sale aunque no pueda salir, aunque esté castigada como buena teenager. Que sale porque no da más. Se escapa por la ventana y se hace la julieta, se hace la te amo y muero por vos. Se hace la socialista, te dice que se ríe igual para todos. Mentira. Una risa que empiece sin otra risa es imposible. Una risa onanista. Una risa prostituta. Una risa gobernante, partidaria. Empezar un relato con una puta, que se desviste lentamente, que aprieta un poco los labios y mira de reojo ese lugar de la cara del verdulero en el que, demasiado pronto, hace repulgue una desilusión. Una puta risueña, drogada. Empezar el relato. Saber qué relatar. Salir corriendo a cerrar las persianas porque los ruidos, los cascos, el chillido de un reggaeton que los vecinos ponen cada vez más alto, (ese chamamé soñado), la manguera abierta, el auto, la panza del tipo de enfrente. Cerrar los postigones por las dudas, poné el pasador adela que se vienen, ¡dale irene, cerrá! Cerrar con el olvido, con el nunca más engominado chic progre pero vacío, con las manos -vacías- del odio.
Empezar el conteo de muertos con una risa. Agotar los sentimientos en el tedio, la (pos)modernidad, ¡eh gato!, la desidia. Presenciar caras de marx desfiguradas en cada pibe, en cada tajo de barba rasurada. Empezar. La risa viene después. Pero empezar. Empezar a alimentar no sólo los sueños: los estómagos, la boca, la líbido, tu páncreas y tus venéreas. Empezar. Empezar a matar las ideas, a deconstruir a sarmiento, a fusilar las ideas; empezar por lo más fácil, lo más obvio, empezar por el dolor, por la mejilla, reconstruir todas esas mejillas con la risa. Reír a carcajadas hasta que te duelan las mejillas. Tus mejillas, clara, tus tetas. Unir a la más puta y a la más tierna, unirlas desde el discurso, en una risa, en un gemido. Unir lo primario, lo necesario, lo tuyo, lo nuestro, lo que no nos van a sacar nunca. Más. Empezar a cantar con una risa, una risa cargada de erres lavadas y patinosas como la de cortázar, cargadas de basta, de revolución. Empezar. Dar vuelta la página, no: arrancarla, y no poner otra, no poner nada. Dejad que las hojas vengan a mí. Dejar que los ojos se empañen y se corra la cortina del espanto, cerrar la verja oxidada y no abrirla más. Cerrar, destruir. Empezar un relato -la vida- por una risa, con una risa, desde una risa. Abandonarse. Despojarse de hábitos, de arena, de olor a carne con papas. Despojarse. Detenerse un momento por averiguación de antecedentes: irse a la cama sin dormir, sin comer, sin reír. Despojarse.
Alegar una risa última, un mandato sin mando, un asado con bondiola y provoleta. Unir lo uno con lo uno, y matar la idea de lo otro. Matar, si hace falta, los folletos de la mierda: esas (zoz)obras. Matar con la risa, una carcajada de punta de iceberg, una carcajada verdadera, desacostumbrada, apolítica pero apolínea. Matarse de la risa, como quien dice. Que sea ese, en fin, el único motivo para que nos duela la panza.

Escuchar qué dice la risa en lo más hondo, detenerse, hurgar, despabilarse. Mirar con la mirada de un romántico, desde el ojo que el anteojo no precede, desde los tan fuertes golpes en la vida, yo no sé. Ver una frontera en un hormiguero, destruyendo lo genuino, lo genial; decidirse y salir.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gustó esto. Mucho.
Saludos.
Maris

Guido Tanoni dijo...

Gracias! No sé quién sos, pero te agradezco mucho por tomarte el tiempo de leerme y más por comentarme!

Saludos!