martes

Visión de los que lloran


No voy a hablar de las formas de llorar, tampoco
de cómo es posible que no existan
lloratorios, habitaciones
específicas en cada casa para llorar. No.
No tengo pensado escribir
sobre:

-el tamaño de las lágrimas
que unas veces
surcan los cachetes y otras
saltan suicidas al vacío
para calmar el dolor

-su composición salada y
amarga, ese sabor
que no se sabe
bien
de dónde viene

-cuántas veces por día
llora un hombre promedio, cuál
es la diferencia que arroja
el Censo Nacional De Mujeres Que No Lloran Por Amor,
que rompen
los pronósticos, las cábalas, en fin:
que sudan por amor, estallan
a esos tipos en estéreo

-por qué se chocan
los extremos más drásticos de la vida
y se condensan, se penetran
en el llanto.

No me interesa decidir en qué momento
el primer hombre (o algún otro)
descubrió que llorar
no era
una maldición, un extraño
caso de hemorragia interna
para que después
vinieran los poetas y los solos
a desmentir esa creencia.
Hay algo, una práctica
social que me deslumbra, no se trata
de las caras pálidas que abisman el llanto
ni tampoco
la conciencia del alivio
que es llorar con una causa
fija, definida
concreta o más o menos entendible.

Cuando todo se parece a una aguja de metal
interminable, cuando
no emergen, no se animan las certezas a venir,
cuando la falta, el hastío, la penumbra,
el disolverse inesperado de los hábitos,
la impresión definitiva, irreductible,
de no ser, de estar viviendo
por fuera de uno mismo,
cuando la terrible ilusión se tambalea
se desploma y cae
como una madre borracha,
ahí es que aflora, se desborda
el llanto, se arremolinan en los ojos
las verdades imposibles que se van,
no hay, entonces, convenciones
o modales que se opongan
que apuntalen las represas, el olvido;
es ahí
cuando languidecen las vetustas consideraciones filosóficas,
cuando no hay lugar
para pensar en cambiar un poco la cosa,
cuando el mundo no existe más allá de los párpados,
es ahí, digo, que se llora
inevitablemente, donde sea.
Y por eso es que la gente
de vez en cuando
se esconde entre un abrigo,
una gorra, sus propias
manos, y llora
aun
en colectivos, trenes,
incluso
hasta en taxis o remises;
llora,
y que la vida
se haga a un lado,
por un rato y que no importe. 

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