martes

Tengo tantos sentidos que no parezco un poema

Si por lo menos anduviera el televisor, todo sería
menos trágico, fantástico, habría ilusiones
de comunicar la soledad al mundo, de conectar, de
conectarse desde el Warner
con 549 colombianas tristes, o
3427 mexicanas del carajo, andá a saber, todas congoja,
todas iluminadas por el mismo reflejo
tirando carcajadas desde el dolor
con cada gestito de Chandler, por ahí, con el tonito
de soberbio conchudo con que Sheldon
les dice a Howard o a Raj que son basura y mientras tanto
Penny le da vuelta la jeta a Rachel, la despluma, le tira
el DNI por la cabeza: yo soy la hija
de la nueva generación, en los 90’
vos peinaste a 31 millones de mujeres
-por semana- , pero ahora,
chau, yo soy la blonda, la mesera
los escotes, ¡vida mía!, los vestidos
rojos
la damisela en apuros que va a repetir las 
[estructuras machistas repartiendo
besos y piel y mirá-vos-qué-hijo-de-puta-Leonard-si-él-pudo-yo-también.
Pero no hay caso, che, no prende, y ni siquiera
los chats, las redes
sociales, ni tampoco
todos los celulares del mundo –los viejos y los nuevos, 
[y no son dioses–
logran llenar ese vacío. Era mentira
lo de la internet, era un buzón
(al principio era un buzón)
que nos vendieron que nos des-ordenaron
y todo para tapar la única verdad
que no era
nunca fue
la realidad, sino la sombra
proyectada en el reverso de los párpados
dormidos desde siempre y liquidados
por la pena, nuestra pena, de saber
finalmente
indefinidamente que no existe
tal cosa como amar, tal cosa
como creer, apasionarse, destruir
los propios monstruos –nunca hubo
monstruos y por eso
esa indecisión ante la norma, ese mostros o mounstros 
[o inclusive mostrous–.

Y vos viste, las verdades
buscar  las verdades
siempre fue cosa de pichis. 

viernes

If you want to cry, cry [fragmento #2]

Me encontré a tomar un café con una ex compañera de la facultad que amé desde la primera vez que dijo “fucó” y que me amó desde la primera vez que dije “say no more es impermeable”. Los dos tenemos formas distintas de encontrar el amor, pero también sabemos que somos ese amor, que deberíamos estar juntos, que siempre va a haber un momento más, un eslabón de la cadena que se salga un poquito para hacernos espacio en el mundo berreta de los ocultamientos, para que al final podamos amarnos. La certeza de que no va a existir ese tiempo, esa potencialidad de cruzarnos en otras dimensiones, siempre paralelas, siempre empujando lo posible hacia adelante, no tuvo el efecto que yo esperaba. No, no nos precipitamos el uno sobre el otro ni bien nos vimos. Al contrario, esa forma deletérea de histeriqueo sin fin pareció volcarse definitivamente hacia el camino menos pensado: la elección, consciente, definitiva e inapelable, del no. Pero no por despecho, ni orgullo, ni mucho menos vergüenza. Es que la contemplación de lo inevitable, no tener más tiempo para decirnos a nosotros mismos -internamente- que teníamos mucho tiempo para amarnos, para ser los indicados cuando el momento fuera el indicado, transformó ese sentimiento siempre inexistente en algo completamente olvidado, superficial, un juego que ya no tenía sentido. Y sin el juego, tampoco nosotros. Tomamos el café. Ella pidió un café con leche. Yo quise hacerme el sofisticado y me pedí un capuccino italiano con no sé qué cosas. Tenía canela, así que por poco no me termino pasando mi última residencia en la tierra encerrado en el baño del bar, vomitando. Igual, un rato estuve. Cuando salí, ella no estaba más. Me había dejado una nota escrita en una servilleta, que decía: “Me fui a buscar a la persona con la que quiero estar estas últimas horas que nos quedan de mundo. Sé que los dos pensamos que esto iba a ser distinto, pero nos engañamos. Para algo sirvió esto del fin, entonces: un velo menos para desocultar en el Leteo. Te recomiendo que hagas lo mismo, Samuel. Te quiero”.

            Salí del café, todavía mareado por la canela y un poco extraviado por la libertad que representaba esa nota en la servilleta, ese pulso firme luchando contra los pliegos del papel hasta vencerlos, contra todos los males de este mundo que se termina mañana. Me di cuenta de que si nunca de verdad la había amado, ahora la amaba y para siempre. Y era por eso que ya no tenía la necesidad de verla, de estar con ella, de buscarla. Pensé -quizás enturbiada mi mente por el frenesí emocional que, descompensado, levantaba y hundía mi ánimo cada dos segundos como una montaña rusa (¿una montaña rusa? Nunca me subí a una montaña rusa. Un sube y baja resulta menos heroico pero mucho más acorde; cuando las cosas que uno dice no están cargadas de realidad, hasta el más desatento lo nota y ahí, ¡chan!, fuiste, olvidate, mejor dedicate a recrear pinturas ajenas, a pasar música en la radio, a ir por la vida borroneando el aura de las cosas)-, pensé, digo, que quizás era esa la verdadera cuestión del amor. Eso, la búsqueda de la certeza. Cuando la búsqueda se detiene, cuando uno muerde la magdalena y se recupera el tiempo perdido, se hunde en la taza de té por unos segundos y luego se la engulle a medio empapar, casi se desintegra en la boca como uno de esos caramelos fizz que vendían en los kioscos de los colegios y que hacían del recreo una experiencia ácida y burbujeante, cuando esa sensación queda estanca -como una rana japonesa en una tarde quieta-, también se estanca el amor: hasta acá llegué. El límite, la pared de la búsqueda es su motor mismo: encontrar lo que se busca. También pensé que lo que uno extraña es el sentimiento de estar por dar con lo más sagrado y único de nuestra vida. Por eso -y estoy sobrio de espíritu y de amores cuando digo esto, y nada de montaña rusa o sube y baja- siempre me dieron ganas de escupirles un poco la cara a los que te dicen: “¡Uh, ya estás idealizando! No idealicés, capo, que después te pensás algo que no es y te terminás haciendo mierda”. No digo que el psicoanálisis sea innecesario ni que, en todo caso, no sea útil en absoluto, pero sí que ha producido una cultura uniformada, normalizada: todos pensándonos de la misma manera, mediados por las mismas asíntotas verticales u horizontales que nunca, nunca, nunca llegan a tocar el eje, la certeza (creo que porque no lo intentan, no les interesa; siempre me parecieron bastante cagonas). La búsqueda es interminable, pero eventualmente termina. Sí, las dos cosas. Como Saussure, que hablaba de la arbitrariedad y la no arbitrariedad del signo lingüístico. Ponele.