Mañana
se termina el mundo. Vuelvo a pensar en eso, mientras me doy cuenta
de que mis ojos siguen posados en la listita lateral de gente que
está, ahora, conectada al facebook. El amor de mi vida no está
marcada con un puntito verde, y tampoco lo va a estar nunca. No forma
parte de esa fingida sociabilidad que nos impuso la era digital,
virtual, un eslabón más del “desarrollo productivo”. Tampoco
caigamos en esa idea de que antes se vivía mejor, que la gente, que
el contacto físico directo, que el sonido de la voz, que el tacto,
el olor. Todas esas cosas se pueden ir reproduciendo, implementando
(me contaron -¿o fue un anuncio en la página de hotmail?- que están
por lanzar, o ya lanzaron, una aplicación para celulares con onda
que te permite transmitir aromas como si fueran fotos, o letras. Se
me ocurre que quizás sea un poco problemático. No sé, nuestro
zeitgeist nos fue acostumbrando a una profilaxis muy específica y
minuciosa, y también nos fomentó el pudor por cierto tipo de
anonimatos. Pocas personas aclaran: “ah, qué hacés, te estoy
whatsappeando desde el baño”), porque para eso viven, duermen, se
alimentan, se reproducen y brainstormean los desarrolladores. Y
además, aunque me fuercen yo nunca voy a decir que todo tiempo por
pasado fue mejor, ¡mañana es mejor! Sí, mañana, aunque se termine
el mundo. ¿A quién te gustaría mirar a los ojos ahora, besar,
abrazar, si supieras que mañana se termina el mundo? De verdad te
digo. Sí, otra vez, es inevitable que vuelva lo del carpe diem.
Nunca fui muy amigo de esa forma de pensar las cosas. No sé, por ahí
porque siempre me pareció que no era del todo precisa. ¿Qué sería
vivir cada día como si fuera el último? Digo, o abrazar el
presente, densificar gota a gota cada hora, cada minutito que pasa.
Sentirse pleno con cada movimiento ínfimo e infinito que da la aguja
del segundero en el reloj. Imagino que si todos viviéramos así,
tendríamos que afrontar muchísimos problemas. Por un lado, si
creyéramos que cada minuto es el último, si no hubiera un colchón
de horas esperándonos, la euforia tomaría el control de todo. A
cada momento estaríamos pendientes de hacer algo extraordinario con
nuestras vidas, y eso conduciría a un inevitable caos. Pero no. No
hay forma. ¿Qué digo? ¿Caos? Todo lo que se repite forma una
constante, un sistema, un orden: se normaliza. Y el caos no tiene
orden. Así que el caos, en cualquier caso, hubiera sido una de las
alternativas más benévolas, una imposible resolución del
conflicto. Lo que pasaría, en cambio, es que esa forma de vida se
volvería normal. Quizás los segundos, entonces, se tornarían años.
Los minutos, décadas. Las horas, siglos. No cambiaría el valor que
le asignamos a nuestra temporalidad. Quizás, de hecho, haya cambiado
ya cientos de veces desde la historia del hombre. Quizás el mundo ya
se haya terminado antes. En fin, pensalo. Yo solamente te digo que
mañana se termina el mundo. No me respondiste, además. ¿A quién?
Creía
que tenía mucho más para decir. Para llenar las página en blanco
que me ofrece, en un espectáculo que ya me resulta tan familiar,
cualquier pantalla. Creía que tenía, por caso, algo para decir,
aunque no fuera mucho. Aunque no llenara páginas. Aunque fuera un
renglón partido al medio, un hemistiquio sin mitad que lo
complementara. Una figura retórica vacía, un sentimiento adormecido
por el paso del tiempo, como un reuma emocional. Parece uno de esos
libros de Ari Paluch: reuma emocional. Alguien debería impedir que
se escribieran combinaciones de palabras similares a esa. Al primero
que me diga que eso es censura, por más razón etimológica que
tenga, no voy a tener más opciones que borrarle la cara de un
soplamoco -quizás, la expresión más gráfica, contundente, a la
vez graciosa y emocionante que exista para describir una trompada-.
Pienso que un día, Mark Zukerberg va a recopilar todo lo que el
mundo publicó en facebook, y va a armar, patchwork mediante, la
supernovela desgenerada (por favor, no hablemos moralmente) de todos
los tiempos. La megaproducción archiamodiada, recontra hiper
deglutida por papilas desafiantes. Yo lo haría, si fuera él. Me
pongo un seudónimo (“Guido Tanoni”) y empiezo. Nada del otro
mundo: copy, paste, copy, paste. La novela de la nueva era, escrita
con la técnica invisible, insoslayable, inveterable de la nueva era.
Copy, paste, copy paste, copy paste. Como si se repitieran, a
continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a
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continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a
continuación, las frases siguientes: Como si se repitieran, a
continuación, las frases siguientes. Imposible saber cuál fue la
original, si es que la hubo. Imposible saber, tampoco, si yo (autor,
mal que les pese a los lamecazuelas retóricos, caramelo espiritual
de chiquillas engomadas, esos esperpentos nauseabundos que iban
escupiéndose entre ellos la poca falta de fe que les quedaba después
de la guerra. No sé de qué guerra. Siempre hay una guerra) escribí,
teclita por teclita, las letras que integraban esa frase original, o
todas, o ninguna.
Mañana
se termina el mundo. Prometo que es la última vez que lo digo. Este
prolegómeno recursivo nos está jodiendo a todos. Es algo así como
tener que poner la contraseña cada vez que ingresás a tu cuenta de
lo que sea. Lucio Mansilla escribió casi una novela entera basándose
en disgresiones, opiniones, comentarios, y a la gente en su momento
parece que le gustó mucho. Hoy en día la leen algunos alumnos
torturados en colegios y estudiantes de Letras voluntarios pero,
claro, la A(a)cademia dice que Rayuela
es la novela que no trascendió a su época. A veces aparece alguna
que otra cabeza guillotinada dando vueltas en el despacho de los
ilustres comediantes que construyen y destruyen el canon artístico.
Otras veces, uno puede ver, flotando como seculares colibríes,
cabezas en formol que se perpetúan más de lo adecuado. De eso se
trata, un poco, esta historia. ¿Qué historia? Acá no hay ninguna
historia. Probablemente, ese sea el mayor de los problemas que
enfrento en este momento. Tampoco sé bien para qué escribo, por
otro lado, porque... bueno, ya saben, lo de mañana. Podría hablar
de un ataque alienígena, o escribir una novela ambientalista para
activistas de grinpis, describiendo cada uno de los daños que el
hombre y sólo el hombre ha sido capaz de infligirle a nuestro
amadísimo planeta jamás existente. Podría, también, escribir
sobre una tercera, cuarta, quinta guerra mundial en la que todos nos
peleáramos por el agua, sagrado recurso en botellitas ahora hechas
de marfil, que enfrentó atómicamente a las grandes potencias en
encarnizadísimas batallas 3D que terminaron de partir el núcleo
enfermo del mundo. En fin, podría saltar sobre la hoja, hacerme el
revolucionario posta y decir: “no, gente, se vino el día del
juicio final. ¿Creyeron que era mentira? ¡Ateos de mierda, aguante
Bergogl10!”. Pero no. [...]