viernes

Curiosidades académicas: fluir de la consciencia en un práctico de griego

Como el otro día, mientras recordaba a aquella mujer insólita, que durante el piélago verano descubrí amamantando ojos diurnos en playas sin sombra, sombra tan vasta como los años de esa otra estatua, resabio perenne de culturas muertas, tan muertas como vos y yo, y mientras ayer te hablaba, te escupía palabritas así sin merma, pensando en aciagos verdes de pastitos prepotentes e involuntarios, involuntariamente succionados desde ventiladores en franca reversa y vos parada ahí arriba, con el sol en la espalda (ese tatuaje tuyo, ¡tan horrible!), ahí en esa terraza de barrio, tirando bolillitas de los árboles a los transeúntes pero agachándote rápidamente bajo la medianera de la terraza mientras te desbordaba la risa ante las puteadas de primavera, puteadas de laguna, de parque nacional, como en las cataratas –chorrito empedernido– que gritan locas, sádicas, y de ahí a esa marca porosa de atún o paté de foie (no me acuerdo) que sonaba así, también sádica. Y por otro lado, un traumatismo de cráneo bárbaro, parmenídeo, horas y horas debatiendo filológicamente quién carajo era esa prostituta arcaica, como tantas que hoy en día deambulan de sábana en sábana, sin hacer tanta bambolla, esa prostituta que lo llevaba en un carro, sí, como el famoso dicho, el grosero dicho, pero invertido tan griegamente, erra y náusea (bunda), y de tantas horas no sacar ni un minuto para hablar de algo menos arrugado. Arremangáte los dientes así, cortina, como toda esa saliva idiota que derramaban las paredes de los baños en las catedrales del insurrecto infierno entendido sin ningún propósito aterrador o anfibio, sumergible, andáte por ahí a correr matungos de plazas desarraigadas en pleno desierto pensando en la retórica y los griegos y dale con los griegos, es que seguro estaban horas y horas tirados en esas plazas arenosas y no tenés que “enojarte por todo” (orgízesthai epí pánton) porque sino estás recontra frito, hermano, te agarra el stress y ahí te quiero ver, Sócrates, te quiero ver sin la cicuta, atado a una roca, en medio de bombardeos ociosos, y vos regurgitando picos y palas, y haciéndole la cama a algún barbudo medio pedófilo y homosexual, te quiero ver y no te veo por esa nube de luz que tapa tu estatua desde ayer a la mañana, desde que tengo una especie de racconto memorioso de las cosas, desde entonces es que todos pasan gateando por la escalera y se empiezan a incorporar en los últimos peldaños, como cuando la vendimia comienza tarde, o las cerezas vienen muy inmaduras en noviembre y hay que esperar hasta diciembre con el calorcito para meterlas en un recipiente de plástico con hielo y –una por una– deglutirlas tribalmente, ilusamente, pero darnos cuenta al prender la luz de que no había ningún hielo, ni recipiente, sino un saco de verruguitas ahumadas y panceta como para darles un gustito más suave. Ahí te viene el vómito, el racconto del que te hablaba antes, las estatuarias ganas de yacer bajo un panteón luego de haber picado la piedra con la que –latigariamente– vas a tener que hacer otro panteón sobre el que descansar de haber picado piedra, y así hasta que venga Jesús a terminar con tu panteón, y por eso te vas a arrojar a sus pies clamando “¡Salvador!”, justo el nombre de tu tío, el que nos llevaba siempre en el camión a donde iba; me acuerdo de esa vez que nos acució hacia una nata interespacial que daba chuchos, íbamos sentaditos al recontra lado del ojo de buey –porque de paso trasladaba animales al matadero– y de vez en cuando el cuadrúpedo se mandaba cada Heráclito que tenías que abrir la ventanilla de par en par y rogar que la cicuta no se hiciera gaseosa nunca, o que a nadie se le ocurriera nunca prender un cigarrillo mientras lo torturan en una cámara de gas (y por otro lado, ¿a quién se le ocurre hacer una cámara de gas?¿para filmar qué cosas?); de repente mirar el reloj de sol sobre la ruta y notar que son las 16:20 y 37 segundos, pensativamente razonando que un segundo sobre la tierra parece demasiado estático y entonces, cuando el 8 se hace cargo del asunto, volver la mirada al tío, que ahora yace sobre el volante –y no bajo un panteón, sino bajo el techo para nada descapotable del camión– despatarrado y larguimuerto, mientras un zorzal algo ermitaño puja por abrirse camino entre la cera bólida de las orejas del tío, y cuando sale de la oreja se lo ve cubierto por una viscosidad amarillenta –¡ma qué gris!– y se picotéa un poco el cuerpo como quien se despioja pajaritamente, al mismo tiempo el tío ejerce una presión inmensa sobre la bocina –excitadísimo por Perséfone, te la canto de una– y hay que agarrar la mandíbula menos dopada de algún buey y con ella arrancar de a pedacitos la pierna del tío para que no le haga más caso al acelerador porque en algún lado termina la ruta y hay que bajar a orinar y estirar –justamente– las piernas de los vivos. Figuráte, de la nada sale un sol espaldarísimo revoloteando bolillitas de los árboles, mientras el zorzal vuelve a hacerse ermitaño pero en una tierra para nada baldía, surge un grito que poco más y te desnuca, “amemos la sofía” pintarrajeado con aerosol en cada una de las bolillitas, pero cuando nos damos vuelta para buscarla resulta un bodrio de medianoche que alquilaste por cinco pesos. Tirála a la basura.